domingo, 25 de octubre de 2009

En tierra de Alejandro

Intuía que Ágora provocaría una entrada en este blog. Vamos a ello.
Hace poco leí una reflexión, con respecto a esta película, que me produjo un gran rechazo. Se intentaba plasmar que la religión es algo positivo y que son los hombres los que hacen un mal uso de ella con sus fanatismos. Ya no estaba de acuerdo, pero ahora menos. Las religiones, señores, las hemos inventado los hombres. No nos escudemos en inspiraciones divinas o en la posibilidad de la existencia de entes superiores para defender lo indefendible. Nosotros decidimos cuáles son los dogmas y cómo los defendemos. El error siempre estriba en lo mismo: la falta de respeto. Pensamos que nuestras creencias son la verdad indiscutibe y pretendemos imponerlas o defenderlas a cualquier precio. Los demás se equivocan y debemos situarnos por encima. Ése es el problema.
Evidentemente siempre existirán personas que vivan su fe desde su propia intimidad, intentando buscar en ella el consuelo que necesitan, puesto que las creencias sólo buscan eso, dar respuesta a preguntas que el hombre no puede responder y con ello consolarle, arroparle, evitar lo racional. Y eso es lo que encarna Hipatia, el cultivo del intelecto, la dedicación a la razón en la búsqueda de respuestas. Sólo en ese aspecto puedo respetar al personaje. Porque no es nada más. Le falta lo esencial, la conciencia social. Es una mujer que, en su obsesión por hallar respuestas, se muestra ciega ante el mundo, ante la vida que le rodea, ante las personas.
Es ese mismo contraste, sin embargo, el que se convierte en el eje de la película. No necesita más. A través de ella se refleja la disparidad entre lo racional y lo irracional, y envolviéndola se muestran otros aspectos como las diferencias de clase y de género. Todo se complementa y conforma el círculo.

domingo, 11 de octubre de 2009

Perspectiva

Qué fácil es perder de vista la realidad y qué difícil es recuperarla! O no... Depende de quién te rodee. Yo tengo la inmensa suerte de vivir con mi brújula, mi norte, mi guía, mi razón de ser. Las numerosas veces en que me equivoco y me encuentro sumergida en el devenir cotidiano que me arroja hacia lo más material, lo más banal, su palabra no tarda mucho en hacer efecto. Me sirve de bálsamo y me despierta. Así que vuelvo a estar aquí, donde tenía que estar. Vuelvo a recoger mi esencia, le curo los arañazos y busco con ella mi centro. No debe andar lejos...
Sé que esto no podría hacerlo sola (a saber dónde andaría ahora mismo...). Y al mismo tiempo su inmensa presencia me hace sentir lo pequeña que soy sin él. Porque al cabo del día, cuando el resto del mundo está a lo suyo, a su vida, a lo que les preocupa y ocupa, a todo ese espacio en el que descubres tu ausencia, en ese momento sé que sólo le tengo a él. Asusta. Es cierto. Pero me da tanta seguridad saber que nunca jamás me falla... Estamos solos, él y yo, en este nuestro mundo. Las palabras se las lleva el viento. Las personas te fallan cuando tienen lo que buscan fuera de ti. El mundo ha hecho del egoísmo su valor más supremo y universal. Sacia sus necesidades, absorbe lo que necesita de ti y después te desecha. Incluso cuando crees que no lo hará. Cuando te convences de la realidad de unos sentimientos que sólo lo son a ratos, a impulsos. Sólo en los momentos en que no hay nada más.
No existe una auténtica entrega fuera de nuestro espacio. Es así, amor. Después de ti y de mí no hay nada. Tendremos que bastarnos. No crees? Mientras tú estés todo está bien. Ya sabes que yo no soy a momentos. Soy yo todo el tiempo. Siempre. La entrega hacia el que me demuestra es absoluta. Me tienes para lo que quieras. Y más allá.